Monasterio Cisterciense Santa María la Real de Villamayor de los Montes -Burgos, España-

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La Regla de san Benito ¿Dice algo al laico de nuestros días?

Encuentro de Laicos cistercienses- Ávila, Junio 2016

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El pasado mes de Junio, tuvo lugar el encuentro de las familias laicas y grupos de asociados a los monasterios cistercienses de toda la región española. El encuentro tuvo lugar en la Universidad de la Mística de Ávila, un marco estupendo para dicha reflexión.
Se abordó la dimensión comuntaria que el laico cisterciense debe ir integrando y viviendo, apoyados en la experiencia de la vida monástica según nuestra espiritualidad.

Para esta ocasión se pidió una aportación a madre Rocío, hermana de nuestra comunidad. Hemos querido compartirla con todos. Aprovechamos la celebración de la solemnidad de san Benito: Padre del monacato occidental, del que tratamos ser fieles herederas y seguidoras, para ponerlo a vuestra disposición. 

La sencillez de la doctrina de san Benito, es un estupendo referente para todos los que nos sentimos llamados y deseamos vivir comunitariamente la BÚSQUEDA DE DIOS.

Aquí os exponemos algunas pistas para este camino.

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Preparando esta exposición me rondaba la cabeza la expresión ‘identidad laica cisterciense’; cuestiones sobre si es posible ser reconocido como miembro de una comunidad de laicos, que responden al apelativo de ‘cisterciense’, es decir de quien recibe ese apellido de familia.
Nos cedéis la palabra a los monjes, para que os demos una orientación que os ayude a vivir más enraizados en «la tierra» a la que vinisteis a caer, no por azar. Hay personas que se acercan a nuestros monasterios ‘una vez para siempre’; para otras, en cambio, somos sus padres y sus madres, a las que desean reencontrar ‘siempre, como la primera vez’, con asombro, con gratitud, con sorpresa, porque distaba mucho de sus cálculos que entrar en trato familiar con ¿monjes? les aportara luz sobre qué andaban buscando.
Voy a hablaros un algo de esa «tierra» que os toca en heredad.

Mon. Angelo Roncalli (futuro san Juan XXIII) siendo delegado apostólico en Bulgaria dijo lo siguiente: «Estamos en la tierra no para custodiar un museo, sino para cultivar un jardín lleno de vida y destinado a un futuro glorioso».

 En su día, esta frase me caló profundo y me ayudó a captar algo fundamental del Patrimonio cisterciense.[1]
Su ‘ocurrencia’, entre otras cosas me ayudó a vivir más plenamente el día de la Dedicación de Nuestra Iglesia. Es un día con rango de fiesta litúrgica. Decimos que la vida monástica es litúrgica, pues favorece que la misma vida se vaya convirtiendo en liturgia. La fiesta se expande por la casa, la aguja del reloj se distiende en nuestro compartir fraterno, se deja sentir en la preparación de nuestros platos en el refectorio… Más allá de celebrar la solidez de los muros de la Iglesia, o su belleza creciente con el paso de los siglos, es la Fiesta de la Comunidad; las piedras sedentes ceden el protagonismo a las piedras vivientes.
- me dije-, mi monasterio es un jardín lleno de vida, vida que comunica cada una de mis hermanas. No es un museo lo que debo custodiar, dando más valor a lo exterior, a lo formal”.

 Hablar de ‘comunidad’ o de ‘monasterio’ es hablar de las piedras vivas, de cada una de las hermanas con rostro y nombre propio que la componen.
Dietrich Bonhoeffer, pastor protestante martirizado durante la segunda guerra mundial, dejó escrito:

«Quien ama la comunidad la destruye; quien ama a los hermanos, construye comunidad»[2].

 Llamo vuestra atención sobre el «el cenobitismo» (sobre todo lo concerniente a la vida en común a la consecución de un propósito común) El cenobitismo es un ‘valor’ ENORME, un valor en alza, si lo enmarcamos dentro del contexto de este Año de gracia de la Misericordia.
En su tiempo San Benito dio una impronta universal a su regla, dirigiéndola a monjes cenobitas que habitaban diferentes monasterios, en vez de regular un único monasterio, como se venía haciendo por entonces. Lo dejan traslucir los comentarios sobre la vestimenta, los tiempos de recolección, la relación con el obispo del lugar.[3]
También hoy san Benito es capaz de echar las redes y recogeros a vosotros, como una de las múltiples formas que puede adoptar el cenobitismo en el mundo actual.
Vamos, pues, a hablar de la comunidad; pero antes de seguir empleando la palabra: COMUNIDAD, COMUNIDAD, conviene oír voces proféticas como la de Jeremías, reprochando al pueblo elegido por repetir: «¡Templo de Yahveh, Templo de Yahveh, Templo de Yahveh es éste!» (7,4), y descuidar lo que de veras agradaba a Yahveh.
San Benito se sorprendería por la demasiada literatura que hay sobre la vida comunitaria, que es un sustituto debilitador de la verdadera práctica de la vida común. Como leí en el mensaje del papa Francisco en el jubileo de los adolescentes: «las muchas ideas nos secan la cabeza».

 La comunidad no surge porque hablemos de ella, sino que se debe a la práctica, al hecho de la cotidiana vida en común.

 Nuestro Padre sabiendo que crear comunidad exige mucho, nos dejó una regla, su conocimiento práctico de cómo vivir. De ahí que titule mi exposición:
LA REGLA, guía práctica del amor en la «vida en común».
 Y os propongo ir siguiendo el rastro humano y personal que san Benito plasmó en su regla. 

Estudiando a Evagrio Póntico- monje del s.IV-, me di cuenta de que la tradición monástica descubrió al ser humano sus necesidades básicas, mucho antes que la psicología moderna.
San Benito recogió toda esa tradición en su experiencia personal y la transmitió, a modo de ejercicios prácticos.
Os preguntaréis cuáles son esas necesidades primarias del ser humano. Pues, las mismas que tenemos cualquiera de nosotros: 

1-    Necesidad de ‘Amar y ser amados’.
2-    Tener asegurada la subsistencia en lo referente a la alimentación.
3-    Satisfacción del sueño, del descanso.
4-    Sentido de pertenencia.
5-    Poder dar respuesta a nuestro crecimiento personal.

 San Benito viviendo la vida en común, se tomó muy en serio cada una de las personas llamadas a integrarse en un grupo. Nos transmitió la sabiduría monástica de que sólo desde esa preocupación personal, del cuidado de cada miembro, podemos compartir sanamente el común propósito de buscar a Dios.
La integración de lo humano es la base para alcanzar este objetivo de orden espiritual. 
Los santos saben hacer de la necesidad una virtud. San Benito vio las necesidades que habitan en el hombre e hizo de esas necesidades un compromiso. El ejercicio de dichos compromisos (necesidades), su aprendizaje, deviene virtus, es decir fuerza.



[1] Si confrontáis el nº 578 del CDC, veréis que no me refiere a bienes inmuebles o a valores de orden material.

[2]Vida en comunidad”, Dietrich Bonhoeffer

 

[3] Vestimenta RB 55,1; Vino RB 40,8; Cosecha RB 48,7; Obispo lugar RB 64,4; Regla observada en los monasterio RB 73,1

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¿Cuáles son esos compromisos? Los conocemos por el nombre de VOTOS MONÁSTICOS:

 Estabilidad, Conversión a la vida monástica y Obediencia.

 Y empiezo hablando de la Necesidad de la Estabilidad.

 Un anciano dijo: Un árbol no puede fructificar si es trasplantado a menudo; lo mismo, el monje que se desplaza de lugar en lugar no puede dar fruto.

 Con ello el anciano daba a entender que sin raíces no podemos descubrir el lugar al que pertenecemos ni podemos crecer. Se necesita sosiego, para responder a preguntas tan fundamentales como: ¿Quién soy yo? ¿Dónde estoy? ¿A dónde quiero llegar?...
La necesidad de estabilidad se desarrolla unida al sentido de pertenencia, de inclusión, de reconocerte miembro de un grupo, que es otra de las necesidades primarias del ser humano antes mencionadas. El ser humano crece en un aprendizaje que se transmite por el contacto personal, en un compromiso con situaciones y personas. San Benito organizó una escuela o casa de Dios, con aprendizaje de padres a hijos.
La estabilidad estriba en una verdad: Dios es el absolutamente fiel, y apoyada en esta certeza ‘permanezco’, no me disperso, o me pierdo a mí misma en un constante ir de aquí para allá.
Dios está en todas partes, no tenemos necesidad de buscarle en otro sitio y si no puedo encontrar a Dios aquí, no lo encontraré en ninguna parte. Lo importante no es tanto ‘salir ileso’ como ‘no escapar’, pues no es Dios el que está ausente, sino nosotros.
El lugar apenas importa, lo que le importa a NP es que sus monjes se sientan ‘plenos’, como inamovibles ante Dios. Eso es ser estable.
Con ello vemos que la estabilidad es un no a la evasión de mi responsabilidad, es acoger la realidad, a mí misma, a las personas con las que me relaciono en su verdad, con sus limitaciones, no como algo impuesto, que me avasalla, sino descubrirlo como una oportunidad para colaborar en crear algo nuevo. Así, libremente, de lo inevitable, hacer algo querido por nosotros.
Supone firmeza, no ceder a la rutina, ni al agotamiento, supone aceptar el permanecer en el sufrimiento, del que puede haber mucho en nuestro día a día.
Todos nosotros- monjes y laicos- hemos avistado a Dios y el corazón se enfiló en esa dirección. San Benito nos repite con toda la tradición monástica: Persevera, aguanta, paciencia, estabilidad. La victoria es a largo plazo.
Desde aquí entendemos la conveniencia de un compromiso estable, sujeto a un lugar, a unas personas concretas como camino que nos conduce a Dios. Todas estas cosas que pueden sonar extrañas las queremos; son mediaciones que nos ayudan a tener el corazón fijo en nuestra resolución. La regla está plagada de “benditas mediaciones” prácticas, muy prácticas.
Detalles como leer de cabo a rabo el libro que nos entrega nuestra Abadesa al empezar la Cuaresma (RB 48); el no ceder a la ociosidad y ‘seguir empujando’ aunque sea domingo (RB 48); el estar a punto para abrir al visitante nada más llamar a la puerta; estipular la recitación del oficio divino, inexcusable tanto si estás de camino, como trabajando para el bien común, lejos del monasterio (RB 50); los desvelos que san Benito pide al Abad para con los excomulgados, poniendo en solfa a hermanos prudentes y mayores, y a todos, diciéndoles: «que la caridad se vuelque con él y todos por él recen» (RB 27, 4).
En definitivacuidarnos unos a otros, no dando a nadie por perdido, es esa fidelidad a la comunidad y perseverancia común en la búsqueda de Dios, en oposición a la cultura del cambio, del descarte, de la marginación en la que vivimos.

 

Esta necesidad de estabilidad diseminada por la regla, urgiéndonos a acabar lo que hemos empezado, a no pasar de todo, cuando las cosas se ponen difíciles, encuentra su contrapunto en la

 Necesidad de Conversatio Morumpiedra caída

La fortaleza de la comunidad y su máximo desafío está en la integración de las diferencias.
 Al hablar de la necesidad de apertura al cambio, voy a poner el acento en la preocupación de san Benito por aglutinar las variadas perfecciones y limitaciones que hay dentro de un grupo de personas.

Las orientaciones de san Benito destilan confianza en las personas y cuidado de aquellos con los que convivimos. Aboga constantemente por el respeto de las diferencias. Nadie queda excluido. Los que puedan ser convencidos con un ejemplo que así sea, para los que no, usen de la palabra; para los que es impensable una comida sin vino, ¡que haya vino!, pero si puedes pasar sin él, te animo a ello. A los que no tienen uso de razón una corrección más severa, no la misma que al que una mirada le basta.
Benito asume el proceso de aprendizaje propio del mundo antiguo, entre un aprendiz y la persona que enseña. Un proceso prolongado y paciente, de imitación, de contemplar y repetir. Un ‘proceso compartido’ que debe mucho al hecho de la cotidiana vida común, con notas propias de una relación paterno-filial.
 Del Padre espiritual de la comunidad quiere una vida meritoria, que «con su gobierno y con su doctrina debe impregnar las mentes de los discípulos de la levadura de la justicia divina» (RB 2,5) No le pide calificaciones intelectuales; le pide una enseñanza en extremo delicada, sin leyes, pero subrayo ‘debe impregnar sus mentes’, haciendo que los discípulos se sientan partícipes de su crecimiento, no como venido de fuera, ‘quasi’ como si se lo hubieran enseñado ellos mismos.
El mensaje es nuestra propia vida, porque San Benito sabe que la vida es más efectiva que las palabras. Instituye un conocimiento práctico de cómo vivir, transmitido por medio del contacto personal.
Las singularidades son respetadas. Tanto Abad como mayordomo han de estar al corriente de detalles personales, más que de la comunidad en bloque. La ideología contemporánea persigue “ideas” sobre esto, san Benito va al detalle. Y determina con escrúpulo sobre los demás… para al final no hacerlo, en vez de eso legisla en favor de la libertad de elección y de la comodidad personal.  

 

Y os preguntaréis: ‘¿Qué tiene que ver esto con la necesidad de conversión?’ Mucho.
San Benito es realista respecto al amor. Sabe que no es fácil y que sólo se llega con la práctica. Los contactos personales van a necesitar de una gran apertura de mente y de corazón. Es del todo insuficiente un cumplimiento estático de la regla.
San Benito no se conforma con un plato a la mesa para acoger al que se presenta inesperadamente, disimulando la contrariedad con una sonrisa formal. Eso es del todo impensable si nos pide recibirle como al mismísimo Cristo.
Ni es suficiente con repetir como una muletilla una frase pía, si por otro lado pide que nuestro espíritu concuerde con nuestra voz (RB 19,7), o que la devoción limpia nos lleva hasta el derramamiento de lágrimas (RB 20,4) ¿De qué intimidad, que llega hasta las lágrimas, me hablas, si no comulgo con nadie?
Y así con todo cumplimiento formal, que lleve oculta una dosis de resignación (RB 5,17-18) Porque nos recuerda que Dios es el espectador de lo que pasa en tu corazón.
Tenemos múltiples ocasiones- en este aprendizaje compartido- para implicar toda nuestra persona (desde ideas, gustos, hasta los bíceps) integrando lo humano, lo anímico y lo espiritual.
Una autora interpreta con gran sentido del humor la apertura de la regla respondiendo: «DEO GRATIAS», al pobre que llama a la puerta. «Gracias a Dios que has venido ¡a perturbar nuestras vidas perfectas!... estamos aquí para ti»[1]. Que como dice otra autora: «Es muy fácil colocar las palabras ‘Recibid a quien venga como a Cristo’ sobre la pila de la cocina como una especie de ideal agradable y piadoso; más difícil resulta, sin embargo, estar verdaderamente ahí cuando suena el timbre o llaman al teléfono o alguien llega inesperadamente, y ponerlo en práctica acogiéndole de corazón»[2].
El compromiso al cambio en la vida en común requiere abundar en las singularidades puestas en práctica. El amor no se produce en masa, brota de lo personal, hasta llegar a lo íntimo. NP permite que cada uno encuentre su estilo. La sensibilidad benedictina es contraria a una uniformidad mediocre. Y eso implica grandes dosis de muerte personal para dar vida a la comunidad, de estar a las duras y a las maduras...Sin muerte no hay crecimiento.
San Benito manda con el realismo de Jesús: «a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos» (Mt 5,38-42)
¿Estás cayendo en la cuenta de que los hermanos no te están pidiendo que des con ellos un paseo? Tenemos que doblar la cerviz a la carga que nos ofrecen, y eso… es fatigoso.
Esta necesidad de fortalecer la vida en común, porque se nos resquebraja inevitablemente, se explicita en nuestras Constituciones.
En la C.13 titulada «La Vida cenobítica», el primer estatuto que se redacta: el Est.13.1, habla de la mesa común con la que expresamos y fortalecemos la concordia entre nosotras. Dice que por eso debemos comer unidas y que nadie se excuse de ello.
Como la RB, las Constituciones nos dan pistas de dónde poner énfasis para fortalecernos en la vida en común. E implícitamente se nos dicen más cosas. En el monasterio la mesa del refectorio es prolongación de la mesa eucarística. Podemos deducir que en la medida de lo posible expresemos y fortalezcamos nuestra unión- entre hermanos- unidos en ambas mesas: la del refectorio y la del altar.
También, no nos llevamos nada a la boca sin antes haber rezado el Padre Nuestro (al menos en la mesa del altar, y dependiendo de comunidades integran su rezo en la bendición de la mesa), diciendo: ‘Danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden…’.
Reconocemos que en nuestra vida compartida necesitamos tanto del pan de harina, como del pan del Cuerpo del Señor y como del pan del perdón.
La vida común jamás se convierte en una idealización abstracta. Se necesitan buenas dosis de perdón. San Benito no se anda con tapujos, pide urgencia en su práctica, cuanto antes mejor (RB 4,73), y nada de dar paces fingidas (RB 4,25).
La cosa es exigente.

 



[1] Joan Chittister- “El monasterio del corazón”, Mensajero, Editorial jesuita. Bilbao 2013

 

[2] Esther de Waal- “Buscando a Dios”, Ediciones Sígueme. Salamanca 2006

 

 Y paso al último de los compromisos o necesidades:

Necesidad de la OBEDIENCIA
Thomas Merton escribió que, para él, el voto de conversión era el más importante. [1]

Yo presento esta necesidad de la obediencia la última, con toda intención, porque personalmente la entiendo como el núcleo de todas ellas[2], de donde arranca la satisfacción de lo más básico en mi ser, para ponerme en camino.
Intentaré explicarme.
San Benito transmite una regla que se trasciende a sí misma yendo a Cristo. Cristo es el término al que conduce la regla. Pero al mismo tiempo Cristo es mi punto de partida.
Lo que un día me explicó un monje ahora lo com-prendo (lo he tomado como algo propio, como algo más mío) por experiencia. La RB es cristocéntrica.

 Fue Cristo quien un día me llamó y me atrajo a su búsqueda. Pero para mantener esta tensión ¡necesito seguir escuchandoese amor único por mí! Necesito esa experiencia de saberme única para Jesús, de forma permanente.

 Esta necesidad me recuerda el primer mandato que Dios entregó a su pueblo, y que Jesús desenterró de debajo de centenares de prescripciones rabínicas:
«El primero es Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás …» (Mc 12, 29) 

Toda la Revelación es a ver si nos convence de que nos ama. Nos ama y quiere que lo sepamos. El último recurso: «Mi Hijo.» (Mc 1, 11; 9, 7)

 En esa línea comprendo la Obediencia que pide san Benito. Escucha- nos dice san Benito- verbo que viene del latín ob audire- obedece.
Obedece, hijo, los mandatos del Maestro,…» podría ser una traducción correcta del mandato que inicia la regla.
El monje necesita de esta “obediencia- escucha” que es correspondencia al amor.
San Benito vio claro que se necesita una cordialidad para seguir madurando. Un amor que comprende, un amor que respeta, que no avasalla nunca, que lleva a la convicción de que no podemos dudar de ser amados por el Amor.
En definitiva se reduce todo a muy poco: Dejarse amar.
Este amor no está en las muchas palabras. Por eso san Benito insiste tanto en la brevedad.
Personalmente experimento que de entre todas las necesidades, la nuclear es ‘Amar y ser amados’. Y en la medida en que esta necesidad esté satisfecha, se desarrollan mi Estabilidad y mi apertura al cambio.
Es lo que apunta el nº 22 de ‘Vida fraterna en comunidad’: «Cristo da a la persona dos certezas fundamentales la de ser amada infinitamente y la de poder amar sin límites».
San Benito instituye numerosas mediaciones que nos ayuden a experimentar este amor, el tratamiento de todo en el monasterio es sacramental, como los objetos vasos sagrados.
Recuerda que en el prójimo tienes al mismo Cristo. El prójimo- a su vez- no ha de quedarse en experimentar mi pobre amor de criatura, sino el de Cristo. Amar y dejarse amar tendrá que purificarse mucho.
La purificación del amor viene del ejercicio constante que se me pide de estar a la escucha.
En la comunidad lo importante son los miembros; su educación propicia el que conozcan las necesidades y respondan adecuadamente. Necesitamos escucha de cómo nos ama el mismo Cristo, para llevar esa comprensión, esa calidez, y cordialidad, en el trato entre las piedras vivas, de carne y hueso, y que así puedan perseverar y ser flexibles en esta búsqueda de Dios compartida.
El Abad debe ayudarles con el discernimiento, a que reconozcan y decidan por sí mismos. No se basa en una autoridad que impone leyes. Se nos pide consejo, porque san Benito sabe de la tentación de no implicarnos en buscar respuestas, limitándonos a seguir órdenes. Y todo lo contrario, se tendrán que temperar posible multiplicación de liderazgos.
Por el ejercicio constante de esta prioridad esencial de la escucha se nos concede el don de la oración (como decía un santo: “Yo le miro y Él me mira”, en cualquier circunstancia).
El Don de la oración es fundamental en nuestro empeño en este camino arduo y costoso que se nos propone para buscar a Dios.

CONCLUSIÓN
He compartido con vosotros esta perspectiva ‘humana y personal’ de nuestro Patrimonio, para refrendar que estos compromisos pueden, válidamente, darse en una comunidad, en una familia, en un grupo parroquial, entre vosotros miembros de una fraternidad.
Estamos ante ejercicios prácticos que plenifican nuestras necesidades. Con la ayuda de Dios y vuestro compromiso compartido, encontraréis vías para trasladarlo a vuestro contexto concreto.

El lugar, las diferencias personales, el compaginarlo con lo que pueda llegarnos de fuera, no son obstáculo para ello.

 Para nosotros, monjes, hay una interacción ‘medida y acotada’ entre la vida apartada y la vida de la sociedad.
Para vosotros esa interacción se dilata hasta ser una ‘constante’. No debéis perder contacto ni con la tradición, ni con las personas que acompañan vuestro caminar, ni tampoco con la sociedad y realidades en las que convivís.
El cristianismo se distingue por el amor, y os toca marcar esa diferencia en vuestros ámbitos.

 


[1] Thomas Merton, “The Asian Journal”, NY 1974, 337

 

[2] Cf. Página 2. Necesidades primarias del ser humano.



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