Monasterio Cisterciense Santa María la Real de Villamayor de los Montes -Burgos, España-

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A propósito de San Benito

La Regla- capítulo VII " La humildad"

Cuando llegamos al monasterio, tenemos muy pocas cosas claras, pero llevamos en el corazón la pregunta esencial: ¿Dónde está Dios?, o dicho de otra manera, cómo alcanzar la Presencia misteriosa que se ha acercado a nosotras y que nos ha marcado con una experiencia de Bien, quizás de Bondad, o de Verdad imborrable.
Son nuestras hermanas mayores las que nos transmiten la enseñanza a su vez recibida, sobre cómo efectuar esta búsqueda de Dios.
Para su consecución, ellas viven una vida atenta a la experiencia transmitida por la tradición monástica.Una palabra de salvación De entre todas las experiencias de vida monástica que se han ensayado desde los primeros siglos del cristianismo, tomamos como referencia- más concretamente- la formulada por San Benito, sin dejar de vista las otras. La Regla de San Benito (RB) sin ser la primera ni la única, es la que compendia de una manera sencilla un modo de vida monástica ajustado al ámbito y condiciones de vida, según las cuales se desenvuelve nuestra búsqueda.
Para los cistercienses, San Benito es maestro de vida. En 73 breves capítulos contenidos en su Regla, nos sitúa en el que debe ser a partir de ahora nuestro camino espiritual. Arrancamos de la propia realidad, de cada una de nuestras caídas, de cada uno de nuestros pecados. Estos empezamos a percibirlos como algo más que alejamiento de Dios, ahora además son medios que hacen crecer en nosotras la añoranza de Dios. No estamos aquí precisamente por haber alcanzado una meta o un ideal de perfección, sino porque nos vamos reconciliando con nuestras caídas, que Dios transforma en aliadas, para facilitarnos el conocimiento propio, sin asustarnos ni escandalizarnos de nosotras o de los demás, y abrirnos a la experiencia de Dios.
En esta ocasión os presentamos el capítulo más extenso de la Regla, el séptimo, dedicado a “la humildad”. Un término muy mal entendido entre nuestros contemporáneos, pero los que vamos haciendo el camino de asimilación de las actitudes que allí se describen (las actitudes de Jesucristo), podemos aseguraros que está reportándonos una auténtica sanación interior, sin saltarse ni nuestra realidad corporal ni la espiritual. Como predisposición para dejar en manos de Dios nuestra autosuficiencia y desconfianza y abrirnos a su amor.
La propuesta de San Benito tiene un alcance universal; la experiencia con nuestra familia laica nos confirma como es factible para todos, monjes y seglares, el beneficiarse de este camino descendente que propone nuestro padre Benito. Empezando por introducirnos en las profundidades de nuestro corazón herido y maltrecho tras nuestras reiteradas actitudes de autosuficiencia y rechazo de Dios, y llegar a liberarnos del miedo a dejarnos ver tal como somos, por la Misericordia. Allí encontramos a Cristo que pasó su vida curando toda dolencia, revelándonos este Amor que es Dios.
Compartimos con vosotros en los textos que siguen abajo: el texto íntegro del capítulo séptimo de la RB y un fragmento entresacado de Anselm Grün y Meinrad Dufner (osb), que creemos que pu
ede ayudarnos a la lectura del mismo. 

Un hermano que había cometido un pecadApotegmao fue expulsado de la Iglesia por el sacerdote. Entonces, Abba Besarión se levantó y salió con él diciendo: “Yo también soy un pecador”. (de los Apotegmas de los Padres del Desierto, nº 326)

Capítulo VII de la Regla de San Benito(RB):LA HUMILDAD-BAC 406, Edición de G.Colombás y I.Aranguren

San Benito y su Regla1 La divina Escritura, hermanos, nos dice a gritos: «Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será en­salzado». 2 Con estas palabras nos muestra que toda exaltación de sí mismo es una forma de soberbia. 3 El profeta nos indica que él la evitaba cuando nos dice: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad». 4 Pero ¿qué pasará «si no he sentido humildemente de mí mismo, si se ha ensoberbecido mi alma? Tratarás a mi alma como al niño recién destetado, que está pe­nando en los brazos de su madre». Por tanto, hermanos, si es que deseamos ascender veloz­mente a la cumbre de la más alta humildad y queremos llegar a la exaltación celestial a la que se sube a través de la humil­dad en la vida presente, 6 hemos de levantar con los escalones de nuestras obras aquella misma escala que se le apareció en sueños a Jacob, sobre la cual contempló a los ángeles que ba­jaban y subían. 7 Indudablemente, a nuestro entender, no sig­nifica otra cosa ese bajar y subir sino que por la altivez se baja y por la humildad se sube. 8 La escala erigida representa nues­tra vida en este mundo. Pues, cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo. 9 Los dos largueros de esta es­cala son nuestro cuerpo y nuestra alma, en los cuales la voca­ción divina ha hecho encajar los diversos peldaños de la humil­dad y de la observancia para subir por ellos.10 Y así, el primer grado de humildad es que el monje man­tenga siempre ante sus ojos el temor de Dios y evite por todos los medios echarlo en olvido; 11 que recuerde siempre todo lo que Dios ha mandado y medite constantemente en su espíritu cómo el infierno abrasa por sus pecados a los que menosprecian a Dios y que la vida eterna está ya preparada para los que le temen. 12 Y, absteniéndose en todo momento de pecados y vicios, esto es, en los pensamientos, en la lengua, en las ma­nos, en los pies y en la voluntad propia, y también en los de­seos de la carne, 13 tenga el hombre por cierto que Dios le está mirando a todas horas desde el cielo, que esa mirada de la divi­nidad ve en todo lugar sus acciones y que los ángeles le dan cuenta de ellas a cada instante.14 Esto es lo que el profeta quiere inculcarnos cuando nos presenta a Dios dentro de nuestros mismos pensamientos al decirnos: «Tú sondeas, ¡oh Dios!, el corazón y las entrañas». 15 Y también: «El Señor conoce los pensamientos de los hom­bres». 16 Y vuelve a decirnos: «De lejos conoces mis pensa­mientos». 17 Y en otro lugar dice: «El pensamiento del hombre se te hará manifiesto». 18 Y para vigilar alerta todos sus pensa­mientos perversos, el hermano fiel a su vocación repite siempre dentro de su corazón: «Solamente seré puro en su presencia si sé mantenerme en guardia contra mi iniquidad».19 En cuanto a la propia voluntad, se nos prohíbe hacerla cuando nos dice la Escritura: «Refrena tus deseos».20 También pedimos a Dios en la oración «que se haga en nosotros su vo­luntad». 21 Pero que no hagamos nuestra propia voluntad se nos avisa con toda la razón, pues así nos libramos de aquello que dice la Escritura santa: «Hay caminos que les parecen de­rechos a los hombres, pero al fin van a parar a la profundidad del infierno». 22 Y también por temor a que se diga de nos­otros lo que se afirma de los negligentes: «Se corrompen y se hacen abominables en sus apetitos».23 Cuando surgen los deseos de la carne, creemos también que Dios está presente en cada instante, como dice el profeta al Señor: «Todas mis ansias están en tu presencia». 24 Por eso mismo, hemos de precavernos de todo mal deseo, porque la muerte está apostada al umbral mismo del deleite. 25 Así que nos dice la Escritura: «No vayas tras tus concupiscencias».26 Luego si «los ojos del Señor observan a buenos y malos», 27 si «el Señor mira incesantemente a todos los hombres para ver si queda algún sensato que busque a Dios» 28 y si los ánge­les que se nos han asignado anuncian siempre día y noche nuestras obras al Señor, 29 hemos de vigilar, hermanos, en todo momento, como dice el profeta en el salmo, para que Dios no nos descubra cómo «nos inclinamos del lado del mal y nos ha­cemos unos malvados»; 30 y, aunque en esta vida nos perdone, porque es bueno, esperando a que nos convirtamos a una vida más digna, tenga que decirnos en la otra: «Esto hiciste, y callé».31 El segundo grado de humildad es que el monje, al no amar su propia voluntad, no se complace en satisfacer sus de­seos, 32 sino que cumple con sus obras aquellas palabras del Señor: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado». 33 Y dice también la Escritura: «La voluntad lleva su castigo y la sumisión reporta una corona».34 El tercer grado de humildad es que el monje se someta al superior con toda obediencia por amor a Dios, imitando al Señor, de quien dice el Apóstol: «Se hizo obediente hasta la muerte».35 El cuarto grado de humildad consiste en que el monje se abrace calladamente con la paciencia en su interior en el ejercicio de la obediencia, en las dificultades y en las mayores contrariedades, e incluso ante cualquier clase de injurias que se le infieran, 36 y lo soporte todo sin cansarse ni echarse para atrás, pues ya lo dice la Escritura: «Quien resiste hasta el fi­nal se salvará». 37 Y también: «Cobre aliento tu corazón y espe­ra con, paciencia al Señor». 38 Y cuando quiere mostrarnos cómo el que desea ser fiel debe soportarlo todo por el Señor aun en las adversidades, dice de las personas que saben sufrir: «Por ti estamos a la muerte todo el día, nos tienen por ovejas de matanza». 39 Mas con la seguridad que les da la esperanza de la recompensa divina, añaden estas palabras: «Pero todo esto lo superamos de sobra gracias al que nos amó». 40 Y en otra parte dice también la Escritura: « ¡Oh Dios!; nos pusiste a prueba, nos refinaste en el fuego como refinan la plata, nos empujaste a la trampa, nos echaste a cuestas la tribulación». 41 Y para convencernos de que debemos vivir bajo un superior, nos dice: «Nos has puesto hombres que cabalgan encima de nuestras espaldas». 42 Además cumplen con su paciencia el pre­cepto del Señor en las contrariedades e injurias, porque, «cuan­do les golpean en una mejilla, presentan también la otra; al que les quita la túnica, le dejan también la capa; si le requie­ren para andar una milla, le acompañan otras dos; 43 como el apóstol Pablo, soportan la persecución de los falsos hermanos y bendicen a los que les maldicen.44 El quinto grado de humildad es que el monje con una humilde confesión manifieste a su abad los malos pensamien­tos que le vienen al corazón y las malas obras realizadas ocul­tamente. 45 La Escritura nos exhorta a ello cuando nos dice: «Manifiesta al Señor tus pasos y confía en él». 46 Y también dice el profeta: «Confesaos al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia». 47 Y en otro lugar dice: «Te mani­festé mi delito y dejé de ocultar mi injusticia. 48 Confesaré, dije yo, contra mí mismo al Señor mi propia injusticia, y tú perdonaste la malicia de mi pecado».49 El sexto grado de humildad es que el monje se sienta contento con todo lo que es más vil y abyecto y que se consi­dere a sí mismo como un obrero malo e indigno para todo cuanto se le manda, 50 diciéndose interiormente con el profeta: «Fui reducido a la nada sin saber por qué; he venido a ser como un jumento en tu presencia, pero yo siempre estaré con­tigo».51 El séptimo grado de humildad es que, no contento con reconocerse de palabra como el último y más despreciable de todos, lo crea también así en el fondo de su corazón, 52 humi­llándose y diciendo como el profeta: «Yo soy un gusano, no un hombre; la vergüenza de la gente, el desprecio del pueblo». «Me he ensalzado, y por eso me veo humillado y abatido». Y también: «Bien me está que me hayas humillado, para que aprenda tus justísimos preceptos».
El octavo grado de humildad es que el monje en nada se salga de la regla común del monasterio, ni se aparte del ejem­plo de los mayores.
El noveno grado de humildad es que el monje domine su lengua y, manteniéndose en la taciturnidad, espere a que se le pregunte algo para hablar,57 ya que la Escritura nos enseña que «en el mucho hablar no faltará pecado» 58 y que «el deslengua­do no prospera en la tierra».59 El décimo grado de humildad es que el monje no se ría fácilmente y en seguida, porque está escrito: «El necio se ríe estrepitosamente ».60 El undécimo grado de humildad es que el monje hable reposadamente y con seriedad, humildad y gravedad, en pocas palabras y juiciosamente, sin levantar la voz, 61 tal como está escrito: «Al sensato se le conoce por su parquedad de palabras.62 El duodécimo grado de humildad es que el monje, ade­más de ser humilde en su interior, lo manifieste siempre con su porte exterior a cuantos le vean; 63 es decir, que durante la obra de Dios, en el oratorio, dentro del monasterio, en el huerto, cuando sale de viaje, en el campo y en todo lugar, sentado, de pie o al andar, esté siempre con la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo. 64 Y, creyéndose en todo momento reo de sus propios pecados, piensa que se encuentra ya en el tremendo jui­cio de Dios, 65 diciendo sin cesar en la intimidad de su corazón lo mismo que aquel recaudador de arbitrios decía con la mira­da clavada en tierra: «Señor, soy tan pecador, que no soy digno de levantar mis ojos hacia el cielo». 66 Y también aquello del profeta: «He sido totalmente abatido y humillado». 67 Cuando el monje haya remontado todos estos grados de humildad, llegará pronto a ese grado de «amor a Dios que, por ser perfecto, echa fuera todo temor»; 68 gracias al cual, cuanto cumplía antes no sin recelo, ahora comenzará a realizarlo sin esfuerzo, como instintivamente y por costumbre; 69 no ya por temor al infierno, sino por amor a Cristo, por cierta santa con­naturaleza y por la satisfacción que las virtudes producen por sí mismas. 70 Y el Señor se complacerá en manifestar todo esto por el Espíritu Santo en su obrero, purificado ya de sus vicios y pecados
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Capítulo VII- RB

Una Espiritualidad desde abajo – "En diálogo con Dios desde el fondo de la persona"- Anselm Grün y Meinrad Dafner.

En el primer grado de humildad nos remite Benito a nuestras relaciones con Dios. Los psicólogos diagnostican la carencia de relaciones como la enfermedad central de nuestro tiempo. La curación y la trasformación se dan solamente cuando relacionamos todo lo que nos pasa con Dios lleno de amor, que con su mirada amorosa nos encamina a la verdad. La trasformación de la voluntad, de la que se habla en el segundo grado, no significa quebrantamiento de esa voluntad. Nuestra voluntad propia, nuestra terquedad se relaciona tal vez con nuestra estructura fundamental desarrollada desde niños como reacción a las primeras heridas. Esta estructura fundamental se convierte en recurso de supervivencia, es necesaria para sobrevivir. Pero reacciona negativamente ante otros impulsos vitales. Trasformación de la voluntad significa liberación de esta estrecha estructura fundamental para permitir el desarrollo de otros impulsos vitales.
En el pensamiento de Benito la trasformación de la voluntad se orienta a su purificación por el fuego, como la de Cristo, para crecer cada vez más en la identificación con él hasta el perfecto cumplimiento de los ideales de perfección expresados en el sermón de a montaña (4°grado). La trasformación de los afectos tiene lugar cuando se trata con el director espiritual de los pensamientos y afectos que nos mueven. En esa comunicación se elimina nuestro pensar y sentir. La trasformación de los afectos no es represión ni evasión sino comunicación y análisis con un hermano experimentado. Si yo los comunico ya no me apartan de Dios. Lo único que hacen es descubrir las más profundas aspiraciones de mi corazón (5° grado).
Otro método de trasformación pasa por la confrontación con la propia realidad. No puedo disimular mis debilidades e impotencias pero sí debo reconciliarme con mis apatías y vacíos presentándoselos a Dios en oración con el salmista: "Yo era un necio e ignorante, yo era un animal ante ti" (Sal.73, 23). Debo tener valor de mirar de frente a mi realidad renunciando a hacerme el interesante, a tenerme por un pequeño prodigio y a la inclinación de ocupar siempre el centro de las atenciones. No puedo negarme a mí mismo negando mi realidad. Por eso no pretende Benito en los grados 6°y 8° llegar a un buen acuerdo con mi realidad interior sino a una confrontación con ella. En el grado 7° me reconcilio con mis fracasos y hago este interesante descubrimiento: son los fallos vergonzantes y hasta las mismas faltas las que me ayudan a abrirme a Dios y a entrar por el buen camino. Entonces puedo confesar: «Me estuvo bien sufrir, así aprendí tus mandamientos» (Sal 119, 71).
Los síntomas de la trasformación del cuerpo se advierten, según Benito, en los ademanes y compostura. Por el lenguaje del cuerpo se puede expresar si estamos abiertos a Dios o replegados sobre nosotros, si nos fiamos de nosotros o nos ponemos en sus manos; si nos hacemos permeables o permanecemos blindados a Dios y sólo aferrados a nosotros. La trasformación del cuerpo se relaciona mucho con nuestra manera de hablar, hasta con la propia voz (10° grado). La voz delata si la relación con Dios va bien, si le somos permeables o si sólo pretendemos que se nos oiga. Se incluye también la risa (11° grado). Hay risas liberadoras y alegres, risas sinceras de los que se sienten seguros. Hay también risas cínicas que acusan complejos de superioridad cuando la realidad es tratada sin respeto y cuando ya no existe ni se considera nada sagrado. A una actitud así opone Benito el sentido de la presencia de Dios como medicina liberadora. La atención a la presencia de Dios se   manifiesta en la compostura del cuerpo, en los gestos, en la moderación de los movimientos. La presencia de Dios debería dejarse sentir hasta en el interior del cuerpo (12°grado). Con la trasformación del cuerpo y sus ademanes, de la voz y de la risa, llega a su fin el camino de la trasformación que obra la humildad. Con ello se demuestra que todo el hombre, alma y cuerpo, está impregnado del Espíritu de Dios y se ha hecho permeable a su amor.

Comentario al Capítulo VII- RB



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