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hermana Ester- compartiendo en comunidad

Consideraciones para la mediana edad y la menopausia de la mujer consagrada.

Terminamos esta entrega de temas tratados durante el tiempo fuerte de adviento y Navidad (2014-2015), en breves ponencias entre las hermanas de comunidad. La última entrega fue la de Ester. Ella es profesora de universidad e investigadora de biología. Nos presentó un tema como es la madurez de la mujer, pero concretamente de la mujer consagrada. No se ciñó al mundo que ella trata más frecuentemente, como es el de la Biología, sino que quiso profundizar en el mundo interno y espiritual que vive la mujer, en esa etapa de plenitud de su vida.

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Aspectos a considerar en:«La mujer consagrada a partir de los cincuenta años»

 Las mujeres consagradas comparten con todas las otras los aspectos típicos de la mediana edad a los que nos hemos referido.
  Existen además elementos que implican nuevas dificultades inherentes a su estado de vida religioso: los valores que han sido válidos hasta ahora parecerían decaer, o al menos ya no se logra darles una confianza incondicionada.  Como consecuencia las certezas de un tiempo pierden mucho de su valor absoluto y a menudo dejan indiferentes.  A veces sucede que las consagradas no encuentran el propio lugar: se sienten fuera de sitio, inciertas de sí y de los otros.  Se descubren experimentando sentimientos que antes eran extraños: celos, envidia, competición.  Puede suceder que las motivaciones que sostuvieron hasta hoy, improvisadamente aparezcan  inconsistentes;  las mismas motivaciones vocacionales no convencen más.  La fe parece volverse frágil.

Se hace un balance de la propia vida: se evalúan las relaciones, las elecciones apostólicas (quizás frente a la presencia de una generación más joven que es más eficiente y competente), se revisa hasta la propia elección de vida.  Se pregunta: « ¿Me equivoqué en todo?», «Soy adecuada? ». Enojos improvisos y rencores inexplicables, momentos de profunda melancolía hacen difíciles las relaciones interpersonales, en particular en la vida de comunidad.  A veces pueden surgir deseos prepotentes contrarios al estado de vida elegido.  Se pregunta: «¿Quién soy?  ¿En qué me convertí?».

El cuerpo con sus achaques crecientes, la pérdida progresiva de las fuerzas y de la belleza juvenil, los cansancios hacen sentir la distancia del «antes éramos....».  Si la mujer consagrada vive bien la dimensión del tiempo que transcurre, podrá hacer que su experiencia de vida dé fruto y reencontrar una nueva estación de renovada fecundidad espiritual, descubriendo su maternidad espiritual en una nueva forma.

 El secreto, de hecho, para una buena calidad de esta fase de la vida depende de una correcta y vivificante relación con lo cotidiano.

 Vivir el hoy significa juntar la estructura de sí, el propio pasado y el propio futuro, en la alegre aplicación al momento presente.  Cuando llega la noche, se sabe que hay algo de la jornada que puede no haberse perdido: Alguno lo recogió.  Esto da paz.  Lo cotidiano puede alimentar lo escatológico e introducirlo hacia su plenitud.  En este sentido «un día es como mil años».  La calidad de la vida y el bienestar que deriva de ello, dependen por lo tanto de la «valencia escatológica»  de una existencia, y ello más aún en la vida consagrada.

La etapa de la mediana edad puede ser un momento favorable (kairós) y lo cotidiano puede volverse el lugar privilegiado de este tiempo favorable.

 Vivir bien lo cotidiano significa vivir constantemente de auténticas relaciones.  De esto depende la calidad de la vida.  Generalmente la persona consagrada ya pasó a través de las etapas de purificación de las primeras expectativas con sus altos ideales, a menudo irrealistas.  Ha vivido la así llamada «prueba de realismo», es decir, la inevitable desilusión de sí, de la propia comunidad y congregación, de la propia vocación. Estos pasajes no son vividos una vez para siempre, se repiten varias veces en la vida.

La mediana edad y la menopausia constituyen un nuevo «pasaje»: todo depende de cómo la persona logra afrontar las nuevas desilusiones emergentes, para pasar a una nueva aceptación de sí, de su límite/fragilidad, de su edad, del pasar del tiempo.

 Se llega así a la «pobreza ofrecida»: los aspectos antes mencionados de la crisis pueden volverse un trampolín de lanzamiento para una nueva etapa de la vida.    Es verdad que hay que hacer las cuentas con las disminuciones físicas y con los malestares psíquicos, pero crece también una madurez humana y una sabiduría de vida que se vuelven aspectos preciosos en las relaciones, tanto comunitarias como apostólicas. Las experiencias de vida acumuladas dan una buena base de confianza en sí, para recuperarse de los malestares  que a menudo son solamente emotivos y superficiales.

 Es fundamental la renovada relación con el Señor Jesús: en esta etapa de la vida se pueden descubrir nuevos aspectos de la oración y de la relación con Él.

 Cuando, en el correr de las jornadas, la mujer consagrada logra expresar que ha recuperado su significado en el marco de las relaciones, y confía la consciencia unificada de su existir a aquellos que la acompañan (relaciones de amor/caridad) y a Aquel que la espera (relación de oración), llegará a la tardecita sabiendo que «lo necesario» para su futuro no se ha perdido.  Esta situación de vida no es ansiedad, ni la necesidad de éxito o la garantía de una imagen, no es la seguridad frágil del poder, sino que se configura como experiencia de paz.  Quién vive bien lo cotidiano, vive en paz.
Puede ser útil preguntarse: « ¿cómo Jesús usaba su tiempo?».  Desde los Evangelios se evidencia que daba tiempo a la oración, a los enfermos; daba mucho tiempo a la palabra, a la formación de los apóstolesdaba también tiempo a los encuentros personales de diverso tipo y daba tiempo a la amistad. «Por lo tanto, Jesús tienen prioridades  en el uso del tiempo y las expresa con cierta fuerza, desilusionando, si es necesario a la gente (…).  Jesús tiene una gran claridad en su programa, que no es únicamente mandado por la expectativas de los otros». 
Él sabía que no era llamado a hacer todo y decididamente rechazaba perder tiempo en tareas que no le concernían (por ejemplo, a quien le pidió que dividiera la herencia).

 Jesús nunca da la impresión de estar apurado, ansioso, nervioso, preocupado.

 Aún si habían muchísimos pedidos y expectativas, el Señor siempre es dueño de su tiempo, que vive, momento a momento, con intensidad, paz, plenitud, escuchando de verdad a las personas que tiene delante, sin nunca precipitarse en acciones.
De estas consideraciones nacen criterios importantes para cualquier etapa de la vida, pero con más razón para la mediana edad: la verdadera disponibilidad no significa decir siempre sí, a todos y a todo;  hay que darse oportunidades que consideren la propia edad y las reales posibilidades que se tienen.  Un punto central es el de extraer, con fuerza, tiempo a las ocupaciones cotidianas para rezar en forma personal (no basta la oración comunitaria).  De las señales de alarma se advierte si se está o no viviendo bien el propio tiempo: agitación constante, cansancio físico y psíquico que está desgastando, acumulación de tensión que lleva a descontento, desilusión, disgusto, amargura;  se vuelve inconstante y esquiva con las personas. En cambio, las señales positivas son: cierta serenidad de fondo como tonalidad prevalente en la vida, y la capacidad de tomarse algún momento de ocio que pueda beneficiar el equilibrio psico-físico.  

 Cfr. Rondet, M.,  «De la sainteté désirée à la pauvreté offerte» en Christus, 137 (1988), pp. 47-54. 22 Martini, C. M., «Che uso faccio del mio tempo?» en Ambrosius, 1 (1988), pp. 12-13.



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